La guerra justa en el pensamiento de Francisco de Vitoria.
José Lira Rosiles.
Introducción
Al analizar el tema de la guerra justa en el pensamiento de Francisco de Vitoria es preciso
tener en mente el contexto histórico europeo en el que Vitoria vivió. Pereña
(1981) señala que para Vitoria la unidad y la paz de Europa se constituyó como
un tema central ante el peligro del imperialismo otomano y los conflictos entre
Francisco I, rey de Francia, y Carlos V, rey de España y Emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico. Los tratados de amistad en 1528 entre Solimán el
Magnífico y Francisco I, así como la alianza política en 1536 y el
establecimiento de una embajada francesa en Constantinopla después de la
batalla de Túnez, pusieron fin a los compromisos contraídos en la paz de
Cambray de 1592 y la conferencia de Bolonia de 1530, minando el proyecto de
unidad europea que se había construido en la Edad Media sobre las bases del
ecumenismo cristiano. Carlos V acusó públicamente en la sala del Vaticano ante
el Papa a Francisco I de romper la paz en Europa, así como ser infiel a su
palabra y tratados, y estar en connivencia con Solimán el Magnífico,
desafiándolo a duelo público para resolver sus conflictos, y evitando derramar
sangre entre pueblos. Pereña nos dice que Francisco I sostuvo como postura la
importancia de la tolerancia e intercambio con los turcos, ya que al hacer
alianza con los ellos había buscado la paz y libertad de Europa y la Iglesia,
oponiendo a la jerarquía imperial de Carlos V, así como la tesis de la guerra
preventiva contra Oriente, la tesis de equilibrio o coexistencia entre
Estados. Así, Francisco de Vitoria
(1981: 291) escribe, en intercambio epistolar, a Pedro Fernández del Velazco,
Duque de Frías: “Yo por agora no pediría
a Dios otra mayor merced, sino que hiciese que estos dos príncipes verdaderos
hermanos en la voluntad como lo son en deudo, que si esto hubiese no habría más
herejes en la Iglesia, ni aun más moros de los que ellos quisieren”. En
esta carta, Vitoria establece uno de los principios centrales de su idea sobre
la guerra justa: “las guerras no se
inventaron para el bien de los príncipes sino de los pueblos”.
No encontramos en Vitoria a un pacifista
absoluto, sino que acepta la validez de la guerra la cual debe dirigirse
siempre hacia el bien común y al logro de un estado general de paz y
tranquilidad, no pudiendo ser llevada a cabo en razón de proyectos
imperialistas, bajo cálculos políticos o religiosos. Vitoria define a la
autoridad legítima para emprender la guerra justa, de modo que no aparece nunca
como atribución de tiranos, así como también delimita lo permitido en una
guerra justa y con ello racionaliza y humaniza los conflictos bélicos que
necesariamente ocurren en razón de las injusticias proferidas por príncipes o
pueblos contra otras naciones. Los Estados deben guiarse durante la guerra por
un principio de proporcionalidad y moderación, de modo que la victoria
alcanzada no produzca un estado tal de cosas que generen nuevos conflictos.
Contra las ambiciones e intereses personales de los príncipes, contra la
tiranía y las guerras injustas, Vitoria antepone el derecho de los príncipes
justos y legítimos a emprender la guerra justa teniendo como fin el bien común
de la república, el bien común de la cristiandad y de modo general, el bien
común del orbe. Este derecho a la guerra, no sirve tampoco como fin al
establecimiento de una civitas maxima,
de un imperio a nivel del orbe encabezado por la figura del Papa o el
emperador, sino a la coexistencia pacífica entre repúblicas con el derecho
último a responder legítimamente con las armas ante injusticias proferidas por
otros Estados. Finalmente, podemos observar en la Relectio de indis una justificación de la guerra emprendida contra
los indios, aunque como Maldonado (2006: 680) señala, la guerra justa como
concepto sólo llegó a América casi medio siglo después de la conquista, cuando
el papado y la escolástica española pudieron contar con el argumento jurídico
para legitimar el dominio español. No obstante, en esta reelección podemos
encontrar la consideración de los indios como personas con derechos y libertades,
y no como seres irracionales o predispuestos por naturaleza a la esclavitud,
tal como se justificó en la época a través de argumentos aristotélicos o con
base al derecho natural, como por ejemplo Sepúlveda, quien en voz de Demócrito
(1997: 64) afirma: “si es que conoces la
naturaleza y moral de ambos pueblos, que con perfecto derecho los españoles
ejercen su dominio sobre esos indios del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los
cuales en prudencia, ingenio y todo género de virtudes y humanos sentimientos
son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos, las mujeres a
los varones, los crueles e inhumanos a los extremadamente mansos […]”. Para
Sepúlveda, los indios aparecen como siervos
por naturaleza, bárbaros, incultos e inhumanos, justificándose así sobre
ellos el gobierno de los más prudentes,
poderosos y perfectos, en este caso el gobierno español. Precisamente, esta
será una de las combatidas por Francisco de Vitoria.
1. Licitud de la guerra justa
En cuanto a la licitud de la guerra, Vitoria
establece que es opinión de todos los doctores, y uso constante de la Iglesia
universal, el que sea lícita. Contra las opiniones de Lutero y Tertuliano,
quienes niegan la licitud de la guerra para los cristianos, Vitoria (1981: 101,
2012) concluye que no siempre es pecado para los cristianos hacer la guerra: “es licito a los cristianos servir en el
ejército y hacer la guerra”. Como pruebas Vitoria coloca en primera
instancia, las opiniones de Agustín y Santo Tomás, por otro lado, Vitoria
encuentra que la guerra fue lícita en la
ley natural y en la ley escrita, y por lo tanto, es lícito
en la ley evangélica, ya que esta
última no prohíbe nada que sea lícito por derecho natural. En este punto,
Vitoria deriva un principio central en su concepción de la guerra justa: es lícito repeler la fuerza con la fuerza.[1]
Un paso importante que hace Vitoria es la justificación no sólo de la guerra
defensiva sino de la guerra ofensiva (bello ofensivo), su licitud es probada
por uno de los fines que tiene la guerra en la visión de Vitoria: la reparación de una injuria recibida.
En este punto, Vitoria ofrece como prueba la autoridad de Agustín, para quien
la guerra justa se define como aquella en que se toma satisfacción de las injurias.
Ahora bien, encontramos una línea tenue en la argumentación de Vitoria entre la
guerra defensiva y la guerra ofensiva, ya que por un lado aún la guerra
defensiva no puede hacerse cumplidamente si no se da un escarmiento a los
enemigos que hicieron la injuria o intentaron
hacerla, y por otro, los enemigos se envalentonarían para una nueva
invasión se no se les disuadiese de
cometer injusticias por temor al castigo.[2] En este punto es interesante
notar que una guerra ofensiva puede por lo tanto justificarse aunque la injuria
no se hubiese consumado, ya que Vitoria habla de intento. Por otro lado, la guerra ofensiva tiene también un fin
disuasivo, infundiendo temor al enemigo para que éste no cometa más
injusticias.
Vitoria (1981: 107) ofrece otras dos pruebas que
resultan fundamentales en la justificación de la guerra justa. Primero,
siguiendo la opinión de Agustín establece que el fin de la guerra es la paz y seguridad de la república (finis belli est pax et securitas reipublicae).[3]
Un elemento importante para lograr este estado de paz y seguridad es el propio
carácter disuasivo de la guerra, esperando que el enemigo se abstenga de
cometer injusticias por temor al castigo. En segundo lugar, y como extensión de
la prueba anterior, Vitoria postula que el fin de la guerra justa es el bien de todo el orbe (bono totius orbis), ya que sin la
posibilidad de castigar a quienes cometieran injusticias la situación sería
caótica. Finalmente, Vitoria toma como prueba el ejemplo de los santos y de los
buenos ciudadanos, quienes persiguieron en guerra ofensiva a los enemigos por
las injurias recibidas o intentadas,
como fue el caso de Constantino el Grande y Teodosio el mayor.
2. Autoridad legítima para declarar o hacer la
guerra
Vitoria postula una diferencia importante entre
la persona privada y la república. En primera instancia, es lícito que el
simple particular pueda emprender una guerra defensiva para protegerse así
mismo y a sus bienes, lo cual es evidente ya que es lícito repeler la fuerza con la fuerza. No obstante, la persona
privada carece del derecho de vengar injurias, ya que su defensa debe ser in continenti, es decir, debe llevarse a
cabo en el momento en que es cometida la injuria. En segunda instancia, la
república no sólo tiene la autoridad para defender sino para emprender una
guerra ofensiva contra el enemigo, con el propósito de castigar la ofensa.[4]
Como prueba, Vitoria considera el concepto aristotélico de república como
aquella comunidad que se basta así misma, el fin de la república y del poder
público consiste en “la salvaguarda y
buena convivencia de los ciudadanos, que fundamentalmente consiste en la paz y
en el amor recíprocos” (2008: 43), de modo que no se garantizaría el bien
público si careciese de la competencia para castigar las injurias recibidas.
Vitoria (2008: 39) considera que el poder público procede de Dios, siendo justo
y legítimo. Así como el hombre no puede renunciar a su derecho de defenderse y
protegerse, ya que este poder le pertenece en razón del derecho natural y
divino, tampoco la república puede ser privada del derecho de administrarse y
defenderse contra la violencia y agresiones, tanto en el ámbito interno como en
el externo. Para Vitoria (1981: 217) los príncipes tienen la misma autoridad
que la república para emprender una guerra, ello es así en razón del concepto
mismo de república como comunidad perfecta que se constituye así misma como un
todo unitario, además de que el poder
público es la autoridad o derecho de gobernar la república civil.
3. Razón y causa de una guerra
En primer lugar, Vitoria analiza las causas que
no constituyen motivo para una guerra justa. Entre las causas ilegítimas para
emprender la guerra justa se encuentran, primero, la diversidad de la religión; segundo, la expansión territorial del imperio, ya que de admitirse tal punto
habría causa de guerra justa por ambas partes; tercero, la gloria o utilidad privada del príncipe, ello en razón de la
distinción entre príncipe y tirano, ya que el príncipe debe ordenar al bien
común de la república, lo mismo la paz que la guerra, y no debe desviar, como
lo haría un tirano, los fondos públicos para su gloria o interés particular. En
este mismo razonamiento debe aplicarse a las leyes, piensa Vitoria, a que las
leyes de la guerra deben ser para utilidad común y no en razón de los intereses
del príncipe. Para Vitoria, aquellos ciudadanos que son obligados a alistarse
en el ejército y pagar impuestos de guerra en razón de los intereses del
príncipe y no por el bien público, son convertidos así en esclavos.
En la Relectio
de potestate civile, Vitoria considera que el poder público viene
establecido por el derecho natural y por el derecho divino, y no por la propia
república o por el acuerdo entre los hombres, de modo que un pacto entre los
ciudadanos para no estar sometidos a tal autoridad sería nulo e inválido, por
cuanto contrario a tales derechos. No obstante, Vitoria (2008: 31) afirma: “nada hay de extraño en que se levanten
sediciones contra los príncipes unos hombres, corrompidos por el vicio de la
ambición y de la soberbia, que con anterioridad han llevado a cabo la ruptura
con Dios y con su Iglesia”. Vitoria (1981: 283) establece dos tipos de
tirano: primero, aquel que ha tomado la república, que se pone en el lugar del
rey sin serlo, no teniendo derecho a las tierras que ocupa; segundo, aquel que
es legítimo rey de la república pero la gobierna tiránicamente, administrándola
para su propia utilidad y de los suyos. Vitoria que aunque la república pueda
defenderse de él, considera ilícito que una persona privada pueda asesinar al
tirano del segundo tipo, ya que por derecho natural no se puede asesinar al que
no ha sido escuchado ni condenado, tampoco puede constituirse al mismo tiempo
como acusador, juez y ejecutor de la sentencia, siendo que la sanción es propia
del derecho positivo y en éste no se encuentra tipificada la muerte del tirano
por persona privada.[5]
Vitoria considera como lícito el asesinato del tirano del primer tipo por parte
de cualquier persona privada, siempre que con ello no cause alboroto en la
república ni cause mayor perjuicio a la misma. Al asesinar la persona privada
al tirano, ésta actúa por autoridad pública, siendo lícito asesinarlo para
defender a la república, teniendo en cuenta las consecuencias e interés de la
misma. En este sentido, en Vitoria (1981: 219) se configura la posibilidad de
una intervención lícita de otros reyes cuando los súbditos son tratados
injustamente por su rey, es decir, cuando el rey se ha convertido en tirano. La
razón ello reside en que el pueblo es inocente y que es lícito a los príncipes
defender el orbe, ello por derecho natural.
Vitoria establece como única causa justa de
guerra la injuria recibida, ya que el
fin de la guerra ofensiva es castigar una ofensa, y el castigo sólo puede ser
efectuado en razón de una injuria. No obstante, Vitoria introduce un principio
que resulta fundamental en su pensamiento, la proporcionalidad: No basta una injuria cualquiera y de
cualquier gravedad para hacer la guerra. Los delitos deben ser castigados
de acuerdo con la gravedad del delito, y no es lícito hacer la guerra por
cualquier culpa o injuria, máxime de los males graves y atroces que resultan de
la guerra. El rey puede hacer la guerra en razón de una injuria, pero también
puede hacer la guerra por razón de alianzas con otros príncipes que han sido
víctimas de injusticia.
4. Cosas permitidas en una guerra justa
Vitoria considera que en la guerra justa es
lícito hacer todo lo que sea necesario al bien público, y para la defensa del
mismo, ya que en última instancia el fin de la guerra es la paz. Del mismo
modo, es lícito recuperar las cosas perdidas o su valor compensado, justamente
para ello se emprende la guerra, en este sentido, es lícito además resarcirse
con los bienes enemigos de los gastos de guerra y todos los daños injustamente
inferidos. En este punto, Vitoria considera que de haber un juez legítimo sobre
las partes beligerantes, puede condenar a los agresores a restituir las cosas
sustraídas e indemnizar los gastos de guerra no obstante de faltar tal juez el
principe que hace una guerra justa tiene la autoridad de asumir las funciones
de juez en el litigio de guerra. Los príncipes, tienen autoridad sobre los
extranjeros para disuadirles de no cometer otra vez injusticias, para Vitoria,
ello en razón de derecho de gentes y por autoridad
de todo el orbe. Vitoria considera que ello se prueba incluso por derecho
natural, ya que lo que es indispensable para el gobierno y conservación del
orbe es de derecho natural, y no podría subsistir el orbe si no existiera
fuerza y autoridad para disuadir a quienes cometen injusticias. En un sentido
general, el príncipe tiene la obligación no sólo de defender los intereses
materiales sino también el honor y la autoridad de la república, es por ello
que para Vitoria (1981: 139) la ignominia y el deshonor contra la república no
se borra con la mera derrota de los enemigos, sino también ha de imponérsele un
castigo con el cual escarmienten y se abstengan de cometer otra vez
injusticias.
Vitoria admite que los príncipes pueden errar
culpablemente y por pasión, de modo que al emprender una guerra crea tener la
justicia de su lado. En el examen sobre la guerra el rey puede errar gravemente
con perjuicio de muchos, por tanto, para Vitoria el príncipe requiere la
opinión del sabio, ya que para que una guerra sea justa es preciso examinar
adecuadamente las causas de la guerra, por lo que es preciso la opinión de
personas rectas, prudentes y que hablen con libertad, sin ira ni odio, máxime
cuando un principio constante en el pensamiento de Vitoria es que “en asunto dudoso no está permitida la guerra”
(1981: 221).[6]
Por otro lado, Vitoria establece como una de las condiciones del acto bueno,
cuando no se tiene certeza, es que se haga de acuerdo con la determinación de
los expertos: “dado que tal acto sea
lícito, si razonablemente se despiertan dudas acerca de su licitud, hay
obligación de consultar y obrar conforme al parecer de los expertos, aunque por
ventura se equivocasen" (1989: 58).[7] Incluso, Vitoria lleva más
lejos este argumento al afirmar que no debe emprenderse la guerra sólo por el
parecer del rey y ni siquiera por el parecer de unos pocos prudentes sino de muchos. De esta cuestión Vitoria
examina la obligación de los súbditos en la guerra. Por una parte, si al
súbdito le consta la injusticia de la guerra no le es lícito luchar ni aun por
orden del príncipe, ya que en virtud de ninguna autoridad es lícito dar muerte
a un inocente: “Si hay certeza de que la
guerra es injusta o si se sabe, o si ellos tienen conciencia de que es injusta,
no pueden luchar ni aunque sean obligados por el príncipe” (Vitoria, 1981:
223). Aunado a lo anterior, pueden darse argumentos e indicios de la injusticia
de la guerra de modo tal que la ignorancia no pueda excusar a esta clase de
ciudadanos. Por otra parte, los ciudadanos
normales no están obligados a examinar las causas de la guerra, sino que
para ellos debe ser argumento suficiente para creer en la justicia de la guerra
el que ésta se haga por consejo y autoridad pública. Tanto en guerra defensiva
como en ofensiva, es lícito a los súbditos pelear aun cuando exista duda, ya
que el príncipe no siempre puede ni debe
dar explicaciones a sus súbditos, además de que si los súbditos no pudieran
pelear sino hasta después de conocer las causas justas de la guerra la
república siempre se encontraría en peligro: “si los súbditos en caso de duda no siguiesen a su príncipe, se exponen
al peligro de entregar la república a los enemigos; lo cual es mucho peor que
pelear contra los enemigos con duda” (Vitoria, 1981: 155).
Vitoria (1981: 244) examina si a los clérigos y
obispos les está permitido luchar. Vitoria encuentra que los clérigos y obispos
no les está prohibido directamente ni por derecho divino ni por derecho
natural, no obstante, considera que no
luchar es la actitud conveniente. De tal modo, a los clérigos se les debe
considerar inocentes, no siendo permitido asesinarlos ni saquear sus bienes,
salvo que ayuden al enemigo, máxime cuando se está en batalla, que aquellos
bienes hayan sido depositados o utilizados por el enemigo o que las iglesias
sean utilizadas como fortalezas. Tras la victoria, no es lícito matar a
aquellos clérigos que hayan luchado, aunque Vitoria admite que puedan ser
hechos prisioneros. Derivado del pecado del rey que ha emprendido la
guerra justa, Vitoria (2008: 43) considera lícito el castigo de toda la república a causa del mismo: “si el rey emprendiese una guerra injusta
contra cualquier príncipe, aquél que sufrió la agresión puede alzarse con el
botín y ejercer los demás derechos de guerra sobre los súbditos del rey,
incluso aunque todos sean inocentes”. De tal modo, Vitoria examina la medida
de lo permitido en una guerra justa, admitiendo como principio la ilicitud de
asesinar a inocentes, ya que el fundamento de la guerra justa es el castigo de
la injuria, además de que inocentes pueden ser indirectamente asesinados como
consecuencia de los actos bélicos, como veremos más adelante. No obstante, no
es lícito dar muerte a inocentes bajo el argumento de representar un peligro en
el futuro, ya que para Vitoria no se puede hacer un mal para evitar un mal
mayor, así como tampoco puede tolerarse que se de muerte a un inocente por
pecados futuros. Ahora bien, Vitoria admite como excepción a lo anterior cuando
se ataca una ciudad y sea inevitable la muerte de inocentes, ya que de otro
modo no podría hacerse la guerra contra aquellos que han cometido el ilícito.
En esta cuestión, Vitoria (1981: 169) aplica nuevamente el criterio de
proporcionalidad con el que restringe la guerra justa: no parece ser lícito el
combate de unos pocos culpables si ello implica la muerte de un gran número de
inocentes. Vitoria considera como lícitas las siguientes medidas contra los
inocentes: a) el despojo de sus bienes y recursos como medio para alcanzar la
victoria, ya que se busca debilitar las fuerzas del enemigo; b) el despojar a
los inocentes de sus bienes con el fin de restituir bienes arrebatados
injustamente, aunque para Vitoria esta medida es peligrosa puesto que puede dar
lugar a la rapiña; c) el reducir a los inocentes a la cautividad, con la
atenuante de que no se debe llevar este derecho más allá de lo que exija la necesidad de la guerra. En cuanto a los culpables, Vitoria considera
como lícito en la guerra justa asesinar a quienes pelen en contra al fragor del
combate y mientras dura la situación de peligro, pero también cuando ha sido
obtenida la victoria y ha cesado de existir tal situación, ya que el propósito
de la guerra no es sólo recuperar los bienes perdidos sino castigar la
injuria. No obstante, Vitoria introduce
la atenuante de que no siempre es lícito asesinar a todos los culpables sólo
para castigar la injuria: “No se podría
matar a todos los enemigos. Es preciso usar de moderación” (1981: 227),
aquí, del principio de proporcionalidad de Vitoria, encontramos que hay que
tener en cuenta la magnitud de la injuria inferida y sus perjuicios al proceder
al castigo: evitando toda crueldad e
inhumanidad.[8]
Finalmente, en la Relectio de iuri belli, Vitoria formula normas de conducta para los
beligerantes, cuyo propósito es delimitar, circunscribir, las acciones de los
príncipes en el marco de la guerra justa. En primer lugar, los príncipes,
quienes tienen el derecho a hacer la guerra deben buscar vivir en paz con todo
el mundo, y no buscar pretextos u ocasiones para la guerra.[9] En segundo lugar, el fin de
la guerra es el restablecimiento del derecho y la defensa, de modo que aquella
resulte en un estado de paz y seguridad, por lo que la guerra justa no puede
emprenderse con el fin de exterminar a un pueblo. No obstante, Vitoria (1981:
237) admite como lícito el hacer prisioneros de guerra y exigir incluso un
rescate, ello en razón de derecho de gentes. En tercer lugar, conseguida la
victoria el príncipe debe usar la victoria con moderación, de modo que al
constituirse como juez frente a la república ofensora, dicte sentencia sin
llevar a la ruina a ésta, ante todo en razón del argumento de Vitoria de que
los súbditos pueden actuar de buena fe en una guerra al seguir a sus príncipes.
En la Quaestio de bello, encontramos
enunciado otro principio que en términos generales resulta central en la
guerra: Vitoria considera como ilícito usar el fraude, el dolo y la mentira, de
modo que no es lícito usar el fraude para incumplir con los tratados realizados
con los enemigos. Se deben cumplir los tratados y la palabra dada, ya que “si admitimos una sola vez que la mentira es
lícita, terminaremos con la convivencia humana” (1981: 259). No obstante,
si el enemigo incumple la palabra en su totalidad o parcialmente, cesa la
obligación a cumplir con la palabra propia, así mismo cuando el cumplimiento de
la misma causase un daño grave al propio Estado hasta el punto de la
desaparición o cuando la promesa haya sido realizada bajo amenaza.
5. La guerra justa frente a los indios
En su Relectio
de indis, Vitoria considera que, en términos generales, antes de la llegada
de los españoles los indios poseían el dominio sobre sus bienes y propiedades,
tanto en el ámbito público como en el privado, además de poseer príncipes y
señores. Este dominio de los indios no es perdido por pecado de infidelidad, y
Vitoria no admite que por este título pudieran ser despojados de sus tierras.[10]
En este sentido, Vitoria sigue a Santo Tomás, afirmando que la infidelidad no
es impedimento para ser verdadero dueño, siendo hurto y rapiña cuando los
cristianos se apoderan de bienes de los infieles por este título.[11]
Por otro lado, Vitoria reconoce que los indios no eran dementes, ya que poseían
ciudades establecidas ordenadamente, matrimonios definidos, magistrados, leyes,
industria y comercio, lo cual “requiere
uso de la razón”, por lo que el título que alega que los indios son
creaturas irracionales que no pueden tener dominio no puede ser admitido.[12]
Vitoria considera una serie de títulos ilegítimos por los que los indios
pudieron venir al poder de los españoles, el primero consiste en la tesis de
que el emperador es señor de todo el orbe.
Este título es rechazado por Vitoria en razón de que ni por derecho natural ni
humano ni divino se establece que el emperador sea señor de todo el orbe.[13]
Este título no puede ser dado al emperador por legítima sucesión, permuta,
compra, elección o guerra justa, y
aun suponiendo que el emperador tenga tal título tampoco por ello podría ocupar
los territorios de los indios, establecer nuevos príncipes y cobrar impuestos.
Otro título ilegítimo consiste en la tesis de la
jurisdicción temporal del Papa sobre todo el orbe, el cual pudo nombrar
príncipes de los indios a los reyes de España. A esta tesis, Vitoria responde
que el Papa no es señor civil ni temporal de todo el orbe, ya que ni siquiera
Cristo tuvo tal dominio temporal (mi
reino no es de este mundo), mucho menos el Papa en su condición de vicario,
y en última instancia aun admitiendo que el Papa tuviera tal poder, no podría
concederlo a los príncipes seculares.[14] Para vitoria, el Papa tiene
poder en el ámbito de lo espiritual, siendo que el único poder temporal que
posee es el concerniente a la administración de las cosas espirituales. En este
sentido, Vitoria afirma que el fin del poder espiritual es la felicidad última,
y el del poder civil la felicidad política, por lo que “el poder civil está subordinado al poder espiritual” (1989: 83),
por lo que el Papa puede infringir las leyes civiles cuando éstas fomenten el
pecado. Vitoria establece en este argumento un aspecto importante del poder
papal: cuando prevalece el desacuerdo entre los príncipes y se encuentren a
punto de la guerra, el Papa puede constituirse como juez y dar sentencia que
obliga a los príncipes, ya que ello es con el fin de evitar los daños espirituales que resultan
necesariamente de la guerra entre príncipes cristianos.[15] De tal modo, el Papa sólo
tiene poder temporal en orden al espiritual, pero este poder temporal no
comprende a los indios ni a los demás infieles, por lo que no puede emprenderse
la guerra contra los indios cuando éstos no reconocen el dominio del Papa, ya
que tal dominio no existe.
Otro título ilegítimo para emprender la guerra
contra los indios consiste en que estos no quieren recibir la fe de Cristo.
Vitoria responde, siguiendo a Santo Tomás, que los indios antes de tener
noticia alguna de Cristo, no cometían pecado de infidelidad por no creer en él,
puesto que no se trata de una ignorancia imputable, pecaminosa y vencible, sino
de ignorancia invencible.[16]
Por otro lado, los indios no estaban obligados a creer al primer anuncio de la fe cristiana, máxime sin la mediación de
milagros o cualquier otra prueba o medios
de persuasión. Finalmente, aunque haya habido un anuncio de la fe a los
indios, de modo convincente y suficiente, y no la hayan querido recibir, no se
admite que por ello sea lícito hacerles la guerra ni despojarlos de los bienes
ya que la guerra, además, no es ningún
argumento a favor de la verdad de la fe cristiana. Vitoria considera que
creer es un acto de voluntad, siendo un sacrilegio acercarse a la fe por temor servil, pudiendo conllevar a los
indios fingir que adoptan la fe cristiana, lo que para Vitoria constituye un horrendo sacrilegio.[17]
Ahora bien, la guerra justa puede emprenderse
contra los indios cuando éstos niegan lo que por derecho de gentes es permitido
a los españoles, como el derecho de emigrar o comerciar.[18] Vitoria establece que antes
de emprender la guerra, debe proceder con razones y persuasiones de la
injusticia que se comete: Es de sabios
intentarlo todo antes con palabras.[19] Si los indios persisten,
Vitoria considera lícito defenderse, ya
que es lícito repeler la fuerza con la fuerza. Al negar a los españoles el derecho de gentes
los indios hacen contra estos injusticia, y entonces la guerra justa puede
emprenderse, ya que la razón que
justifica una guerra es repeler y vengar la injusticia. Vitoria considera
que al ser en este caso en primera instancia una guerra defensiva, los españoles deben guardar la moderación de una
justa defensa, y no ejercer contra los indios plenamente los derechos de una
guerra ofensiva, como el asesinato u ocupación de las ciudades de los indios.
No obstante, en razón de que el fin de la guerra es la seguridad y la paz, los
españoles pueden emprender una guerra ofensiva si con otros medios no han
podido lograr tal estado, máxime en el caso de que los indios no actúen por
ignorancia sino que maquinasen la pérdida
de los españoles, por lo que entonces devienen enemigos en pleno sentido,
por lo que puede ejercerse entonces contra ellos todos los derechos de guerra.
Otro título lícito consiste en la propagación de la fe cristiana, en razón del
cual en el caso de que si los indios y sus caciques no permitieran anunciar
libremente el evangelio los españoles pueden predicarles aun contra su voluntad
y declarar la guerra por tal motivo, también en el caso de que aquellos
caciques quisieran volver a la idolatría a los indios convertidos, ya que para
los españoles es lícito intervenir con base en el título de religión, además de
amistad y solidaridad humanas. No obstante, tal guerra emprendida por título de
religión, e incluso amistad y solidaridad con los conversos, debe estar
ordenada más al bienestar y utilidad de los indios que al propio interés ya que
para Vitoria, la violencia y crueldad excesiva pudiera más bien impedir la
propagación de la fe cristiana y la conversión de los indios.
Otro título importante que justifica la guerra
justa contra los indios lo constituye la tiranía
de los caciques de los mismos o sus leyes tiránicas en daño a inocentes, ante
todo cuando estos emprende la matanza de inocentes con propósitos
antropofágicos. Vitoria justifica lo anterior en razón de que Dios obligo a
cada uno a cuidar del prójimo, además de que las escrituras establecen “libra al que llevan a matar, no abandones al
que está en peligro de muerte” (Prov. 24,11). Esta intervención justa es
llevada más allá por Vitoria, en el sentido de que los príncipes no sólo pueden
rescatar a aquellos que son llevados a la muerte, sino también pueden obligar a los indios a que desistan de
semejantes ritos, siendo que si estos se negaran constituiría una causa
para hacerles guerra y ejercer contra ellos todos los derechos de guerra. Así
mismo, los españoles pueden intervenir en razón de aliados y amigos, cuando en las guerras entre los indios la víctima
de la injusticia tiene derecho a emprender la guerra y pedir auxilio de los
españoles, como en el caso del pueblo tlaxcalteca y su alianza con los
españoles: no cabe duda de que la defensa
de los aliados y amigos es causa justa de guerra.
Conclusiones
Vitoria considera que la guerra se hace por los
siguientes motivos: a) la defensa de nosotros mismos y de nuestras cosas; b)
restituir las cosas que han sido arrebatadas; c) castigar la injuria recibida
y; d) procurar la paz y la seguridad. Vitoria (1989: 91) sigue a Santo Tomás al
considerar que la guerra justa exige una
causa justa: los atacadores han de
ser merecedores del ataque por alguna culpa cometida. Sigue también a
Agustín al definir las guerras justas como aquellas que vengan injusticias, cuando hay que castigar a una nación o ciudad para reparar el mal que hicieron o
restituir lo injustamente robado. En este mismo sentido, Sepúlveda (1997: 50)
considera que las causas para emprender una guerra justa deben ser en sí mismas
justas, siendo la más importante repeler la fuerza con la fuerza cuando no
queda más recurso, siendo la causa general de la guerra los crímenes y pasiones
del hombre. En este sentido el argumento de Vitoria concuerda con Sepúlveda,
para quien una de las causas de guerra es el castigo a quien ha proferido una
injusticia, además de la restitución de bienes robados. Por otro lado,
encontramos en Vitoria la negación de la posibilidad de constituir una civitas maxima, un imperio o señorío de
todo el orbe, que no podría ser justificado ni en el ámbito del derecho divino
ni derecho natural ni derecho humano. La guerra justa no podría emprenderse
para instituir un imperio que se
constituyera en señorío de todo el orbe, Vitoria niega que tanto el emperador
como el Papa puedan constituirse en señor de todo el orbe. Esta tesis resulta
fundamental como contraste a los proyectos imperialistas en razón de los
intereses de un príncipe o del Papa, esgrimidos bajo argumentos de carácter
político o religioso. Para Vitoria, el fin de la guerra justa sólo puede ser el
bien común, y no en el interés particular del príncipe, lo que encuentra
paralelo en el argumento de Sepúlveda en torno a la importancia en la
justificación de la guerra de las intenciones de quién la realiza, es decir, el
fin que el príncipe se propone al hacer la guerra, el cual debe tener una
probidad de ánimo, es decir, tener buen
fin y recta intención. Ahora bien, para Vitoria en la decisión del príncipe
de llevarla debe entrar un cálculo, ya que si de la guerra se derivan males
mayores que las causas por las que debe llevarse a cabo, el príncipe debe
abstenerse de la guerra: “ninguna guerra
es legítima si consta que tiene lugar con mayor daño que utilidad para la
república” (2008: 45). La república sólo tiene poder de declarar la guerra
protegerse y defenderse así misma y sus bienes, si de la acción bélica resulta
el deterioro o destrucción de estos bienes la guerra emprendida por causas
justas se torna injusta. Siguiendo este argumento, dado que la república es
parte del orbe, o una república cristiana parte de la Cristiandad, si la guerra
justa emprendida por tal república daña el orbe o la Cristandad de la que forma
parte, Vitoria juzga que tal guerra se convierte en injusta. El fundamento de
la guerra justa es la injuria (iniuria), y su castigo no debe resultar
en males mayores que con la guerra misma se buscan evitar. Es este el contexto general en el que se
entiende la tesis de Pereña (1981) sobre la paz
dinámica vitoriana, en el que la guerra aparece como instrumento de la paz
internacional, y en el que la paz sólo es posible en un estado de justicia y
libertad. Una guerra que debía ser emprendida solamente cuando los medios de
coacción pacífica se han agorado y la coexistencia pacífica deja de ser
posible.
Finalmente, una constante fundamental en la
guerra justa es el principio de proporcionalidad: “la réplica ha de ser moderada y proporcionada al agravio” (1981:
191), “la pena ha de ser proporcionada a
la culpa” (1981: 195), “la pena no
debe exceder la magnitud de la injuria” (1981: 201). Este criterio de
proporcionalidad apunta a evitar que la guerra justa se transforme en una
guerra cruel e inhumana, y se sigue
aquí también la tesis de Sepúlveda (1997: 50) de que en el desarrollo de la
guerra debe observarse la moderación, no dañando a los inocentes, respetando la
palabra dada al enemigo y castigar en proporción a la culpa.[20]
El fin de la guerra es la paz y la seguridad, no en sí la destrucción o
exterminio del enemigo, por lo que en términos generales el pensamiento de
Vitoria comporta una humanización y delimitación de lo permitido en una
guerra, la cual debe tener siempre como
fin el bien común y el logro de un estado general de paz y seguridad. Es así como en las consideraciones en la Relectio de Indis los indios aparecen
como personas capaces de razón, con libertades y derechos, lo que Maldonado
(2006: 699) reconoce a Vitoria como una no criminalización de los indios o
considerarlos como naturalmente aptos para la esclavitud o la servidumbre tal
como lo sostiene Sepúlveda (1997: 53), quien en voz de Demócrates justifica en
términos aristotélicos el dominio sobre los indios dada su torpeza ingénita y
las costumbres bárbaras e inhumanas, dominio además fundamentado en el derecho
natural. Aún así, para Maldonado la defensa que elabora Vitoria de los indios,
contrasta con la violencia y crueldad extrema que caracterizó el proceso de la
conquista y colonización de América, aun contándose con el marco legal y
teológico que más que solucionar este problema sentó las bases legales para
fundamentar las guerras justas.●
Bibliografía
Maldonado
Simán, Beatriz (2006): La guerra justa de Francisco de Vitoria.
Anuario Mexicano de Derecho Internacional, Vol. VI, pp. 679-701.
Pereña,
Luciano (1981): La tesis de la paz dinámica, en Relectio
de iuri belli o paz dinámica. Escuela española de la paz. Primera
generación 1526-1560. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
pp. 29-94.
Sepúlveda,
Juan Ginés de (1997):
Demócrates segundo. Edición crítica y traducción de A. Coroleu Lletget. Introducción y edición crítica de A. Moreno Hernández, traducción del
Ayuntamiento de Pozoblanco, Pozoblanco.
Soto,
Domingo de (1995): Relecciones y opúsculos I. Salamanca:
Editorial San Esteban.
Vitoria,
Francisco de (1981): Relectio de iuri belli o paz dinámica.
Escuela española de la paz. Primera generación 1526-1560. Madrid: Consejo
Superior de Investigaciones Científicas.
— (1989): Relectio
de indis. Carta magna de los indios.
Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
— (2008): Relectio
de potestate civili. Estudios sobre su filosofía política. Madrid:
Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
[1]
“Justas
deben ser las causas para que la guerra sea justa, y de ellas la más importante
y natural es la de repeler la fuerza con la fuerza cuando no queda otro recurso”
(Sepúlveda, 1997: 51).
[2] En este sentido, Sepúlveda (1997: 52) señala también
como propósito del castigo en una guerra justa el que el ofensor escarmiente
para el futuro y que los demás se
atemoricen con su ejemplo.
[3] Sepúlveda (1997: 42), en voz de Demócrates establece
que la guerra jamás ha de apetecerse por sí misma, sino que no aparezca sino
como medio para conseguir la paz.
[4]
Esta es opinión también de Sepúlveda (1997: 49): “Una guerra justa exige no sólo causas que justifiquen su iniciación,
sino también legítima autoridad, buena intención en quien la promueve y
rectitud en su desarrollo. No le está permitido a cualquiera emprender una
guerra, sino solamente para rechazar las injurias dentro de los límites de la
justa defensa, y esto por Derecho natural […] la declaración de guerra, esto
es, el público llamamiento de los ciudadanos a las armas, está reservada a la
máxima autoridad del Estado, por ser una de las cosas que más directamente
atañen a la soberanía de la ciudad o reino”.
[5] El Demócrates de Sepúlveda (1997: 58) considera que a
un rey que por sucesión ocupa el trono según las leyes y costumbres de su
patria, aunque sea malvado y poco idóneo, no debe ser soportado solamente para
evitar las desgracias que acarrearían un intento de destronamiento, sino
también para no quebrantar las leyes que
velan por el bienestar de la república y las leyes y costumbres de los
antepasados, al provocar una guerra contra el legítimo rey. Esa guerra sería “impía y nefanda”. Así, Demócrates
establece la diferencia entre una guerra justa
y piadosa y una guerra civil.
[6] En este sentido Sepúlveda (1997: 42) señala respecto
a la guerra, en voz de Demócrates: “nunca
ha de emprenderse sino después de madura deliberación y motivada por causas
justísimas y hasta necesarias”; “Pues
es cierto que por una causa dudosa no se debe emprender la guerra” (p.
126).
[7] "No es,
pues, suficiente para la tranquilidad de la vida y la conciencia que uno piense
que obra bien, sino que es preciso en las cosas dudosas apoyarse en la
autoridad de aquellos a quienes compete” (Vitoria, 1898: 59). Vitoria
pondera la opinión del experto como un factor determinante para la actuación
del principe en caso dudoso, e incluso admite la posibilidad de que el príncipe
proceda ilícitamente en un asunto al seguir la opinión de los expertos: “por el contrario, si, hecha la consulta
sobre materia dudosa, los expertos han definido que aquello es lícito, está
seguro, quien siga su opinión, aunque por lo demás fuese ilícito” (1989:
60).
[8]
“[…] es propio de un príncipe bueno y religioso
tener presente la justicia para con los rendidos y para con los otros la
equidad y humanidad, y no querer ni consentir un dominio cruel ni contra unos
ni contra otros” (Sepúlveda, 1997: 129).
[9] Sepúlveda (1997: 42), en voz de Demócrates establece
que la guerra jamás ha de apetecerse por sí misma, sino que no aparezca sino
como medio para conseguir la paz.
[10] Soto (1995: 171) considera también que la infidelidad
no es motivo de pérdida de bienes ni dominio de jurisdicción, del mismo modo
que no se pierde a causa de los mayores pecados, como para Soto es probado por
Santo Tomás.
[11]
Sepúlveda (1997: 107) admite la posibilidad de
que los “paganos idólatras” sean
despojados de sus bienes en razón de su mismo carácter pagano: “ellos son dignos de ser despojados de sus
bienes por los cristianos, por derecho público, a causa de los abusos cometidos
y la idolatría con la que se quebranta la ley divina y natural”.
[12] Esta argumentación de Vitoria claramente es crítica
de la postura de Sepúlveda, para quien las costumbres “bárbaras” y “poco
piadosas” de los indios, como el comer carne humana, constituían prueba de su
falta de prudencia, razón y ley.
[13] Domingo de Soto (1995: 159) rechaza también que el
Emperador pueda ser considerado como señor
del orbe. Un dominio universal del
Emperador sobre el orbe, considera Soto, no pertenece al derecho divino,
natural o humano. Para Soto, el dominio se define como “la potestad o la facultad de apropiarse de alguna cosa para nuestro uso”
(p. 107).
[14] Soto (1995: 173) considera como una ficción y
afirmación sin fundamento que el Papa sea señor del orbe, ya que carece de
dominio temporal, dominio que ni siquiera tuvo Cristo: “sino solamente tuvo potestad sobre las cosas temporales en orden al fin
espiritual, o sea, en orden a la redención”.
[15] No obstante, para Vitoria los Papas casi nunca hacen
esto, ya que los príncipes pueden creer que es movido por la ambición o por
temor a una rebelión de los príncipes contra el Papa. Ahora bien, Pereña (1981:
55) considera lo siguiente respecto al arbitraje internacional del Papa
concebido por Vitoria: “Con el fin de
eliminar las causas de la guerra en Europa y conservar así la paz y la unidad,
Francisco de Vitoria buscaba garantía para aquel sistema de principios en un
conjunto de instituciones internacionales. Fueron el bloqueo económico y
diplomático, las comisiones de investigación y la intervención de potencias
neutrales. El arbitraje internacional constituía la mejor garantía de paz y de
unidad. La mediación del Papa parecía la forma natural y orgánica de resolver
los conflictos internos de Europa”.
[16] En este sentido, Sepúlveda (1997: 70) afirma: “Pues al no estar los paganos sometidos,
antes de la venida de Cristo, a ninguna ley divina a excepción de la natural,
según doctrina unánime de los teólogos, nada se les podía objetar como pecado
excepto el caso en que se violase la ley natural”.
[17]
Sepúlveda (1997: 94) sostiene la tesis
contraria, dando a entender la posibilidad de unir la predicación con la violencia
con el fin de salvar almas: “Cuando se
añade, pues, al terror útil la doctrina saludable, para que no sólo la luz de
la verdad ahuyente las tinieblas del error, sino también la fuerza del temor
rompa los vínculos de la mala costumbre, entonces, como dije, nos alegramos de
la salvación de muchos”. Sepúlveda (1997: 99) ofrece como ejemplo el caso
de Alejandro VI, quien en 1493 dio el
encargo a los reyes de Castilla de someter a dominio a los indios, no sólo
invitándolos a la fe de Cristo, sino: “(en) caso
de rechazarlo, obligarlos a entrar del modo que dijimos”.
[18] En este sentido, Maldonado (2006: 699) considera que
la novedad del pensamiento vitoriano radica en la formulación de títulos
basados en el derecho natural común a todas las naciones como el libre comercio, apartándose en
apariencia del contexto medieval.
[19] “Debe agotar
todas las soluciones pacíficas, sin desechar ninguna hasta ver si de alguna
manera puede repeler, sin necesidad de guerra, las injurias de los hombres
inicuos e importunos, velar por la salvación y prosperidad de los pueblos
confiados a sí y cumplir con su deber, pues tal conducta exigen su virtud, su
religión y su dignidad. De todos modos si, después de haberlo intentado todo,
nada consiguiera y viera que su equidad y moderación son deshonradas por la
soberbia y maldad de los hombres injustos, no ha de tener reparo en tomar las
armas ni en parecer que hacen la guerra temeraria o injusta”, Sepúlveda
(1997: 42).
[20]
“Así pues, como la ley nueva y evangélica es más
perfecta y llevadera que la antigua y mosaica, porque ésta era ley de temor y
la ley nueva es de gracia, mansedumbre y caridad, las guerras se deben hacer
también con mansedumbre y clemencia” (Sepúlveda, 1997: 87).
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