domingo, 23 de junio de 2013

Notas sobre la teoría contractualista de Jean-Jacques Rousseau




Hyppolite (1970: 67) señala que la idea del derecho natural profano se manifestó en el siglo XVIII bajo dos formas principales: primera, como atenuante de la concepción absolutista del poder, al hacer del déspota un servidor del Estado; segunda, conducirlo a tomar conciencia de sus deberes hacia los sujetos, ya sea para fundar el Estado sobre la soberanía popular al reivindicar los derechos de los sujetos. Esta segunda concepción individualista, nos dice Hyppolite, fue la que triunfó en Inglaterra bajo la tradición calvinista y en Francia como referente de la Revolución Francesa. Una cuestión sumamente importante en el análisis de las teorías contractuales es la pregunta en torno al fundamento racional del poder político, al pacto que los hombres, movidos en parte por la razón y en parte por la pasión, constituye el poder político como un esfuerzo por salir de aquel estado de naturaleza, de inseguridad y conflicto en el que no se puede apelar a una autoridad para la solución de conflictos. El Estado aparece como un artificio racional, como una construcción política racional que no obstante se encuentra sometido a las vicisitudes de la historia, a la decadencia y a la destrucción, insertando con ello una reflexión en torno a la historicidad de las formas del poder político. Después de haber reflexionado sobre las teorías contractualistas de Hobbes y Locke, finalmente analizamos en Escritos y narrativas el pensamiento de Rousseau, ante todo su concepción del Estado de naturaleza no entendido como una artificialidad, sino como un estado que ha sido corrompido por la sociedad y la civilización, al tiempo que idealiza al hombre natural, y postula una idea de contrato social que conlleva a un republicanismo de corte conservador, así como a una visión holista y antiliberal de lo social. 

La teoría contractualista de Jean-Jacques Rousseau.

3. 1. Estado de naturaleza

Rousseau parte de la igualdad natural del hombre, la cual se pierde y corrompe cuando éste constituye la sociedad civil: “El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado” (1998: 26). Rousseau (1998: 231) concibe dos clases de desigualdad: la desigualdad natural o física, establecida por la naturaleza y que se relaciona con las desigualdades físicas y espirituales; y la desigualdad moral o política, que se establece a través de una convención entre los hombres. Rousseau niega que sea conveniente buscar una vinculación especial entre ambos tipos de desigualdad: esta pregunta conllevaría a cuestionar si quiénes mandan valen más que quienes obedecen, debate propio más que de ciudadanos libres, de esclavos. El estado de naturaleza no es un estado de desigualdad absoluta, en donde el hombre vive en la sencillez y uniformidad, para Rousseau, las diferencias que distinguen a los hombres, consideradas como naturales, son producto de las convenciones y hábitos sociales: la desigualdad natural aumenta en la especie humana por la desigualdad de institución (1998: 273).

Para Rousseau (1998: 232), los filósofos que se habían remontado al estado de naturaleza para examinar los fundamentos de la sociedad, fueron incapaces de llegar hasta él. Para Rousseau, estos filósofos, al definir al estado de naturaleza como un estado donde dominan las pasiones y la opresión, transfirieron ideas propias de la sociedad a este estado: caracterizaban al hombre salvaje con las características del hombre civil. El hombre en estado de naturaleza, el hombre salvaje, posee un vigor y virilidad que se extinguen al entrar a la sociedad civil. El hombre salvaje es solitario, huraño, errante, sin lenguaje ni industria, sin guerra y sin vínculos, con sentidos muy desarrollados. No obstante, el hombre salvaje no es una bestia, es un agente libre. El hombre salvaje se encuentra en un estado de perfecta ignorancia, sin poseer curiosidad ni previsión, guiado por el instinto, entregándose “al sentimiento único de su existencia actual”, sin proyectos que vayan más allá de su jornada diaria, por lo tanto, carece también de sentido referir al estado de naturaleza la propiedad. Los hombres no tenían ninguna clase de relación moral, ni de deberes conocidos, por lo que no pueden ser llamados buenos o malos, ni tenían vicios ni virtudes. En cambio, Rousseau ironiza la visión de los filósofos que consideran al hombre en estado de naturaleza como capaz de razonamientos abstractos por el que encuentran máximas de justicia y razón en vistas a un orden general.  El hombre civilizado se vuelve débil, temeroso y afeminado. El tránsito del estado de naturaleza al estado civil es un proceso de degeneración física y moral del hombre. En segundo lugar, para Rousseau (1998: 234) las investigaciones en torno al estado de naturaleza no se pueden tomar como verdades históricas, sino sólo por razonamientos hipotéticos y condicionales. Teológicamente, el estado de naturaleza difícilmente pudo haber existido, considera Rousseau, ya que el hombre “por haber recibido inmediatamente de Dios las luces y los preceptos, no se hallaba en ese estado”.

Rousseau niega la tesis de Hobbes que el hombre en el estado de naturaleza, por no tener ninguna idea de la bondad, es naturalmente malvado, que es  vicioso porque no conoce la virtud. El hombre salvaje de Rousseau no puede ser malvado ni abusar de sus facultades, la calma de las pasiones y la ignorancia del vicio le impiden obrar mal, más que la razón y la ley, siendo incorrecta la visión de un hombre salvaje violento y brutal. El hombre salvaje e solitario y huraño, como no existen vínculos sociales ni lenguaje no está sometido a un estado de guerra, sino al dictado de pasiones moderadas y un estado de autosuficiencia. Por otro lado, para Rousseau, Hobbes no se ha percatado de otro principio que posee el hombre natural: la piedad o repugnancia innata de ver sufrir a sus semejantes. Este principio suaviza la ferocidad de su amor propio o el deseo de conservarse. La piedad es un sentimiento anterior a la razón, una virtud universal y que concurre a la conservación mutua de la especie humana. Para Rousseau, la piedad es fuente de una bondad natural cuya máxima sería “haz tu bien con el menor mal posible para otro”. El hombre salvaje de Rousseau es más huraño que malvado, más atento a protegerse del mal que a cometerlo, su soledad imposibilita el surgimiento del orgullo y la vanidad; carece de una idea de verdadera justicia al no conocer las relaciones de propiedad. Sus pasiones son moderadas puesto que están determinadas por un temperamento natural al que el hombre salvaje sigue pacíficamente. El ardor de las pasiones sólo puede ser producto de la vida en sociedad.

Rousseau argumenta que el estado de naturaleza, siendo aquel en que el cuidado de nuestra conservación es menos perjudicial para la del prójimo, es el estado más apto para la paz, el más conveniente para el género humano (1998: 261). Para Rousseau, Hobbes considera lo contrario porque ha introducido en el estado de naturaleza pasiones que son obra de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes. Rousseau (1998: 223) expone la idea de que los modernos no reconocen bajo el nombre de ley más que una regla prescrita a un ser moral, inteligente y libre, por lo que la competencia de la ley natural concierne sólo al hombre. Rousseau critica a los filósofos que han examinado la ley de la naturaleza, ya que en su mayor parte se contradicen entre sí, y por otro lado,  suponen como condición necesaria para su comprensión, un determinado grado de razonamiento. Las leyes de la naturaleza, estarían deducidas de conocimientos que los hombres no poseen naturalmente, aquellas ideas sólo puede concebirlas ex post, una vez que ha salido del estado de naturaleza. En última instancia, Rousseau critica a las teorizaciones sobre la ley natural como un ejercicio hipotético y especulativo que en última instancia, carece de sentido en tanto en cuanto no se conozca al hombre natural (1998: 224). Para Rousseau (1998: 224) todas las reglas del derecho natural derivan de la combinación de dos principios anteriores a la razón: el primero, la búsqueda del bienestar propio y la autoconservación; el segundo, la repugnancia natural a ver perecer o sufrir a cualquier ser sensible, principalmente a nuestros semejantes. En suma, para Rousseau, el estado de naturaleza no es un estado de Guerra, el hombre salvaje, solitario, huraño, errante y con capacidad de sentir piedad se aleja de la visión del mismo como un ser brutal y violento. El hombre natural es un ser autosuficiente, que no depende de otros hombres para satisfacer sus necesidades naturales, por lo tanto, la servidumbre y el poder de unos sobre otros no puede existir en aquel estado natural donde no existen los vínculos sociales ni el lenguaje ni la industria, de modo que para Rousseau, la ley del más fuerte carece de sentido en el estado natural.

3.2 Constitución de la Sociedad civil

Rousseau argumenta en El contrato social que el orden social no es producto de la naturaleza sino de las convenciones. El orden social, como poder legítimo, no se presenta como mera fuerza, como pura violencia sobre los hombres, sino que esta fuerza debe transformarse en derecho para que obediencia no sea una necesidad sino un deber. En este sentido Rousseau distingue entre someter a una multitud y regir una sociedad. El contrato social aparece como la solución a la cuestión de cómo encontrar una asociación que defienda y proteja a la persona y bienes de cada asociado, el cuál uniéndose en común con todos, no obedece no obstante más que así mismo. En el pacto social, cada asociado se enajena totalmente a toda la comunidad, por tanto, al darse a todos el asociado no se da a nadie, por lo que se gana todo lo que se pierde y se conserva lo que se tiene. Rousseau sintetiza al pacto social en el siguiente pasaje: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo” (1998: 39). El pacto social aparece en Rousseau como un acto de asociación, en el que se crea una voluntad general como un yo común, como unidad en sentido holista, recibiendo el nombre de república o cuerpo político.  La voluntad general está definida más que por el número de ciudadanos que comprende, como por el interés común que los une. Los ciudadanos actúan siempre como miembros de aquel todo, de la voluntad general constituida, que por estar formada por ellos mismos no tiene ni puede tener un interés contrario al suyo. El fin del Estado como expresión de la voluntad general es el bien común, entendido como el común denominador del conjunto de los intereses sociales, el cual constituye el vínculo social. Por otro lado, Rousseau postula que la soberanía es indivisible, la voluntad es general o no lo es, puesto que es la voluntad del cuerpo político la que puede instituir  la ley a través de un acto soberano. Para Rousseau, son los políticos los que al no poder dividir a la soberanía en su principio, la dividen en su objeto: la dividen en fuerza y voluntad, en poder legislativo y poder ejecutivo, con lo que transforman al soberano en “un ser fantástico y formado de piezas añadidas”.

No obstante, Rousseau considera la posibilidad de que cada ciudadano pueda tener una voluntad particular diferente de la voluntad general, ya que la primera tiende por naturaleza a las preferencias y la segunda a la igualdad. De tal modo, es necesario que la primera obedezca a la voluntad general, pudiendo el cuerpo político obligarle a ello: “lo cual no significa sino que se le forzará a ser libre”. La libertad que garantiza la independencia personal aparece como la condición de la maquinaría política, la que hace legítimos los compromisos civiles y los distingue del estado de abuso y tiranía. En un siguiente paso, Rousseau distingue entre la voluntad de todos y la voluntad general. La primera mira al interés privado, como suma de los intereses particulares; la segunda mira al interés común. El pueblo puede ser corrompido y conducido al predominio de la búsqueda de sus preferencias individuales cuando se forman asociaciones parciales que generan intrigas, por lo que para Rousseau no deben predominar las sociedades parciales en el Estado, siendo que en las deliberaciones públicas cada ciudadano sólo opine por sí mismo.

El tránsito del estado de naturaleza al estado civil sustituye en el hombre el instinto por la justicia, revistiendo a sus acciones con un carácter moral. La visión de este tránsito, entra en una contradicción más que evidente con las consideraciones de Rousseau en otros escritos, en torno a la sociedad civil y al hombre civilizado: al entrar en sociedad civil el hombre se priva de muchos ventajas del estado natural, no obstante, gana otras grandes: “sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen” (1998: 43). El tránsito de un estado a otro hace posible que aquel animal “estúpido y limitado” se convierta en un “ser inteligente y un hombre”. En el contrato social el hombre renuncia a su libertad natural y a su derecho ilimitado a todo lo que desea, ganando libertad civil y propiedad de lo que posee. En el estado civil el hombre adquiere libertad moral, considerada por Rousseau como la única que puede hacer al hombre dueño de sí mismo: “porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad”. En el estado civil la igualdad natural es sustituida por una igualdad moral y legítima de lo que la naturaleza pone en desigualdad física y espiritual, de modo que todos se vuelven iguales por convención y derecho. Por otro lado, Rousseau llega a considerar que la situación producida por el contrato social es preferible a lo que antes era, siendo que en lugar de entenderse sólo como una enajenación de derechos y libertades: “no han hecho sino un cambio ventajoso de una manera de ser incierta y precaria por otra mejor y más segura” (1998: 57). El estado de violencia, incertidumbre y precariedad se abandona por un estado de seguridad, por la protección y defensa del Estado hacia cada ciudadano: “El contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes” (1998: 59). En este sentido, el ciudadano que viola el contrato social se coloca en estado de guerra con el Estado, pudiendo ser expulsado de la comunidad o eliminado físicamente al ser considerado como enemigo público.[1]

En el Discurso sobre el origen de la desigualdad la propiedad aparece como el fundamento de la constitución de la sociedad civil. La aparición de lo social a partir del incremento de las relaciones entre los hombres, el surgimiento de la propiedad, hacen surgir el lenguaje y vínculos sociales permanentes. El surgimiento de la propiedad determina el surgimiento a su vez de una idea de justicia, que no puede existir sin la primera, y en este argumento Rousseau sigue a Locke. Este proceso va emparejado al surgimiento de la vanidad, el orgullo, la dominación y los vicios.[2] El surgimiento de la propiedad determina el surgimiento de la competencia y la rivalidad, de la oposición de intereses. La propiedad convierte a los hombres en lobos, en seres avaros, ambiciosos y malvados: el estado de guerra nace entre los hombres que han perdido su condición natural. La visión del surgimiento del gobierno civil en Rousseau es una consecuencia de esta visión del hombre desnaturalizado en función del surgimiento de la propiedad. Son los poseedores quienes instituyen leyes e instituciones para salir de aquel estado de guerra e inseguridad, utilizando un discurso a favor de los débiles y de la concordia, cuando en realidad fue motivado por intereses egoístas. De tal modo, para Rousseau (1998b: 294) los hombres fáciles de seducir “corrieron al encuentro con sus cadenas, creyendo asegurar su libertad”. La sociedad y las leyes destruyen la libertad natural, hace más fuertes a los ricos y poderosos y perpetúa la desigualdad.

Rousseau (1998b: 299) considera que en un principio los gobiernos carecieron de una forma constante y regular, la sociedad política consistió en un principio en convenciones generales que los particulares se comprometían a observar en vista a la defensa de su libertad, lo que constituye para Rousseau la máxima de todo el derecho político. Rousseau sigue a Locke en la consideración de que la autoridad política no deriva de la autoridad paternal, aunque la familia sea el primer modelo de las sociedades políticas. Para Rousseau, el poder paterno extrae su fuerza de la sociedad civil, ya que en el estado de naturaleza los hijos, una vez constituidos como seres independientes, no le deben obediencia al padre sino sólo respeto. Contra la visión de Pufendorf, Rousseau considera que no se puede transferir mediante convenciones y contratos la libertad y la vida, a los que considera como dones esenciales de la naturaleza. Si el hombre renuncia a su libertad, renuncia a su cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad (1998: 32). Rousseau (1998b: 303) evita examinar la naturaleza del pacto fundamental de todo gobierno, no obstante, considera el establecimiento del cuerpo político como un contrato entre el pueblo y los jefes que escoge, por el cual se obligan mutuamente a observar las leyes. El pueblo reúne todas sus voluntades en una sola, los artículos sobre los cuales esa voluntad se expresa, se convierten en leyes fundamentales que obligan a todos los miembros del Estado sin excepción. Los magistrados, cuya elección y poder es regulado por aquellas leyes, tiene la obligación de usar el poder según la intensión de aquella voluntad general, prefiriendo siempre la utilidad pública a su propio interés. Rousseau considera que las diversas formas de gobierno tienen su origen en las diferencias que se encontraron entre los particulares en el momento de la institución: monarquía, aristocracia y democracia.

3.3 Derechos y límites del poder soberano

De acuerdo con Rousseau, el cuerpo político constituido como soberano, no puede instituir una ley que no pueda infringir, no puede haber una ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, incluso Rousseau niega que el contrato social pueda serlo. El contrato social instituye un poder absoluto sobre todos los miembros del cuerpo político, este poder es dirigido por la voluntad general. No obstante, el poder absoluto del soberano no aparece como un poder arbitrario, ya que los deberes del ciudadano para con el Estado siempre se encuentran en función del bien común, es decir, de su propio bien, incluso respecto al derecho del soberano de decidir sobre la vida y la muerte, siempre decidida por el soberano en razón del bien común.[3] Los límites del poder soberano se encuentran en que esté no puede pasar los límites de la convenciones sociales ni constituirse como un poder arbitrario. Por otro lado, el soberano no puede derogar este acto primitivo, es decir el pacto social, no puede enajenarse ni ser representado más que por sí mismo. Cuando el pacto social es violado, el asociado tiene derecho a retornar a sus primeros derechos y a recuperar su libertad natural, perdiendo así la libertad convencional (1998a: 39).

La legislación es la que da movimiento y voluntad al cuerpo político. Rousseau reconoce que existe una perfecta justicia y legislación divina, que no obstante nos es inaccesible. Para Rousseau la justicia debe de ser recíproca y en esto coincide con Hobbes: las leyes de la justicia cuando carecen de sanción hacen bien al malvado y mal al justo, que es el único que las observa. Son necesarias leyes y convenciones para unir los derechos a los deberes, nos dice Rousseau. En el Estado civil, los derechos están determinados por la ley, que es constituida cuando por el pueblo bajo un punto de vista de la totalidad social, sin una división del todo ni en consideración a intereses particulares, por lo que el objeto de la ley siempre es general. La ley, nos dice Rousseau, se reduce a dos objetos principales: la libertad y la igualdad.[4] El legislador aparece como un hombre extraordinario en el Estado, no expresando en su función ni la magistratura ni la soberanía. El redactor de  las leyes debe carecer del derecho legislativo, puesto que este derecho pertenece al pueblo y es intransferible, por tanto, para Rousseau la tarea del legislador se encuentra en la paradoja de llevar a cabo una función que se encuentra por encima de la fuerza humana al mismo tiempo que posee una autoridad que no es nada. En este pasaje, el legislador aparece como incapaz de emplear la fuerza o el razonamiento para convencer a los hombres, teniendo necesidad de recurrir a la autoridad divina en un momento determinado para arrastrar “sin violencia y persuadir sin convencer” (1998: 66). En primera instancia, el legislador debe examinar las costumbres y opiniones arraigadas en el pueblo, las cuales se encuentran grabadas en los corazones de los ciudadanos y que “forman la verdadera constitución del Estado” (1998:79), para conocer si éste es apto para las buenas leyes, ya que los pueblos, nos dice Rousseau, son como los hombres, dóciles en su juventud e incorregibles en su vejez. El pueblo apto para la legislación es aquel que no posee ni costumbres ni supersticiones arraigadas, aquel que es autosuficiente y que se encuentra en la consistencia de un pueblo antiguo con la doctrina de uno nuevo.[5] De los pasajes anteriores, Rousseau deriva algunas tesis fundamentales: las leyes son actos de la voluntad general; el soberano no puede estar por encima de la ley, en tanto el mismo es miembro del Estado; la ley no puede ser injusta, puesto que nadie es injusto hacia sí mismo; libertad y sometimiento a la ley se compaginan, ya que la ley es el registro de la propia voluntad; las decisiones del soberano sobre casos particulares no constituyen leyes sino decretos, son actos de magistratura no de soberanía. Ahora bien, en función de la argumentación anterior Rousseau llama republicano al Estado regido por las leyes, bajo la forma de administración que sea. En un Estado republicano gobierna la ley, es decir, el interés público. Por tanto, Rousseau afirma que todo gobierno legítimo es republicano.

El gobierno es, de acuerdo con Rousseau, un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, que tiene como función central la ejecución de las leyes y el mantenimiento de la libertad. El poder ejecutivo no pertenece al pueblo en tanto soberano, puesto que es un poder que consiste en actos particulares que no pertenecen al ámbito de la ley. Rousseau (1998a: 62) considera que no es válida la pretensión de que el sometimiento del pueblo a los jefes se fundamenta en un contrato, puesto que los gobernantes ejercen una comisión, como simples oficiales del soberano y no su amo, que él puede modificar, limitar y recuperar cuando lo considere necesario. No obstante, para Rousseau el gobierno o poder ejecutivo tiene la función de asegurar la unidad de la voluntad general a través de la fuerza represiva, por lo que un gobierno debe ser relativamente fuerte a medida que el pueblo sea más numeroso, y paralelamente, para evitar un abuso del poder por parte de éste, el soberano debe poseer también la fuerza para contener al gobierno. Respecto a las formas de gobierno, Rousseau rechaza a la democracia, puesto que considera que no es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el soberano desvíe su atención de lo general para fijarla en objetos particulares. Rousseau (1998a: 72) afirma que nunca ha existido una verdadera democracia y no existirá jamás, ya que por una lado va contra el orden natural que la mayoría gobierne a la minoría y, por otro, el pueblo no puede permanecer constantemente reunido para deliberar los asuntos públicos. Rousseau condena a la democracia por ser un gobierno que tiende a la guerra civil y las agitaciones intestinas, tiende constantemente a cambiar de forma y exige más “vigilancia y valor” para ser mantenido en la suya.

3.4 Decadencia y destrucción del poder civil

Rousseau (1998a: 90) señala que el equilibrio entre la fuerza del poder soberano y el gobierno o príncipe termina en un momento dado por quebrarse, de tal modo que ocurre que el príncipe oprime por fin al soberano y rompe el trato social. Rousseau considera que este es un vicio inherente e inevitable que el cuerpo político posee desde su nacimiento, y que tiende sin tregua a destruirlo, de igual forma que la vejez y la enfermedad destruyen el cuerpo del hombre. La degeneración del gobierno se produce por dos vías: la primera, cuando el gobierno se concentra, es decir, cuando se transita de la democracia a la aristocracia y de la aristocracia a la monarquía; la segunda, cuando el Estado se disuelve, cuando el príncipe no administra al Estado de acuerdo con las leyes y cuando usurpa el poder soberano. Para Rousseau, este proceso es inevitable, dado que ningún Estado puede aspirar a la eternidad, no obstante, la vida del Estado puede prolongarse si el poder legislativo establece la mejor constitución posible. Por otro lado, el Estado también está cerca de su ruina cuando el servicio público deja de ser el interés principal de los ciudadanos, cuando los asuntos privados dominan sobre los públicos, cuando los ciudadanos no muestran interés por lo público, el Estado está perdido. Finalmente, Rousseau establece que en el Estado no existe ninguna ley fundamental que no se pueda revocar, ni siquiera el pacto social, si todos los ciudadanos se reúnen para romper aquel pacto, puede considerarse como un acto legítimo.

En el Discurso sobre la desigualdad, Rousseau identifica en la institución del poder político una determinada progresión hacia la desigualdad: primero, el establecimiento de la ley y la propiedad, en esta época el estado de rico y pobre es autorizado; segundo, la institución de la magistratura, donde se autoriza la distinción entre poderoso y débil; tercero, cambio de poder legítimo en poder arbitrario, donde se establece el amo y el esclavo. De este estado, Rousseau contempla que una revolución pueda disolver por completo el gobierno o lo acerque a la institución legítima. Esta progresión hacia la desigualdad y arbitrariedad es considerada por Rousseau como necesaria, ya que “los vicios que vuelven necesarias las instituciones sociales son los mismos que vuelven inevitable el abuso”. En el gobierno civil, una vez instaurada la desigualdad, los hombres necesariamente entran en competencia y conflicto, nacido de un “deseo universal de reputación, de honores y de preferencias que nos devoran a todos” (1998b: 311). La desigualdad conduce al desorden, donde progresivamente el despotismo se instaura sobre las ruinas de la república, destruyendo las leyes y los jefes legítimos para constituir una tiranía. El tirano no tiene más ley que sus pasiones, nos dice Rousseau, y es aquí donde los hombres vuelven a ser iguales porque no son ya nada. En este estado extremo de tiranía, las nociones del bien y los principios de justicia se desvanecen, imperando la ley del más fuerte, por lo que se llega a un nuevo estado de naturaleza pero en función de una extrema corrupción, que lo distingue del estado de naturaleza puro del que había partido Rousseau.

Conclusiones

En el pensamiento de Rousseau encontramos una visión del Estado de naturaleza en la que es entendido no como una artificialidad, sino como un estado que ha sido corrompido por la sociedad civil, identificando lo natural con lo verdadero, lo cual nos enlaza con la crítica mordaz de Rousseau a la civilización, una crítica expuesta en toda sus dimensiones, más en el Discurso sobre las ciencias y las artes que en El contrato social, donde la civilización, la ciencia y el progreso aparecen no como factores que han mejorado al hombre, sino que lo han empeorado. El ideal de Rousseau no es el ciudadano que vive inmerso en la sociedad civil y el Estado moderno, sino el hombre natural, el buen salvaje autosuficiente, que vive con una independencia absoluta, sin razón ni lenguaje, por tanto, sin codicia ni bajas pasiones propias del mundo civilizado. Ahora bien, en El contrato social se configura un republicanismo conservador, donde se postula la unidad del todo y una inmovilidad de las leyes, así como una práctica de la virtud y una indistinción entre lo público y lo privado, con lo que hay un paso del individualismo al holismo. El pacto social con Rousseau comporta la sujeción de los hombres al cuerpo colectivo, a la voluntad general, es decir, a las leyes y no a una determinada persona. El individuo, al llevar a cabo el pacto social, se somete a todos, por lo tanto, a nadie. Asimismo, la concepción de la soberanía en Rousseau es la de un poder ilimitado, la voluntad general es antipluralista y su resultado es antiliberal.

Referencias bibliográficas

Hyppolite, Jean (1970): Introducción a la filosofía de la historia de Hegel. Buenos Aires: Caldén.

Rousseau, Jean-Jacques (1998a): Del contrato social o Principios del derecho político, en “Del contrato social. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”. Madrid: Alianza Editorial, pp. 23-165.

— (1998b): Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, en “Del contrato social. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”. Madrid: Alianza Editorial, pp. 203-316.




[1] Es importante el señalamiento de Mauro Armiño en nota a pié de página, esta visión se contradice con el capítulo IV del Libro I del Contrato social, donde el Estado de guerra no es considerado en un sentido privado. El enemigo es entendido en el conflicto entre colectividades, en la relación entre Estado y Estado. Ahora bien, es interesante la comparación de este pasaje con El concepto de lo político de Carl Schmitt, donde éste afirma que el enemigo sólo es el enemigo público (öffentliche Feind), y la decisión sobre esta relación está reservada al Estado. Enemigo es un conjunto de hombres que combate (kämpfende Gesamtheit von Menschen), sobre una posibilidad real, virtualmente, y que se contrapone a otro agrupamiento humano: “Feind ist hostis, nicht inimicus im weiteren Sinne” -El enemigo es el hostis, no el inimicus en sentido amplio- (Schmitt, 1932: 16). Para Schmitt, la decisión sobre la determinación del enemigo, siempre corresponde al Estado.
[2] Kant parece seguir la crítica de Rousseau al estado civilizado moderno y la apariencia de bienestar externo, no obstante, concibe las calamidades propias de este período como una etapa propia a remontar por la humanidad en el desarrollo de sus disposiciones naturales: “de modo que Rousseau no andaba tan desencaminado al encontrar preferible ese estado de los salvajes, siempre y cuando no se tenga en cuenta esta última etapa que todavía le queda por remontar a nuestra especie. Gracias al arte y la ciencia somos extraordinariamente «cultos» (comillas de Kant). Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para considerarnos «moralizados» queda todavía mucho” (Kant, 2004: 111).
[3] Más adelante, Rousseau (1998: 59) niega un carácter pedagógico de la pena de muerte:”No se tiene derecho a hacer morir, ni siquiera como ejemplo”. La pena de muerte parece tener más bien un carácter funcional para la comunidad: destruir a quien no se puede conservar sin peligro. En otro sentido, este castigo aparece como un caso extremo, para Rousseau, en un Estado bien gobernado hay pocos castigos.
[4] Por igualdad Rousseau entiende en el Contrato social, no la identidad en poder y riqueza, sino en cuanto al poder, que este sea ejercido siempre bajo el imperio de la ley, y respecto a la riqueza que no exista una gran desigualdad social en la que “ningún ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse” (1998: 76).
[5] Para Rousseau (1998: 75) el único país capaz de legislación en Europa era la isla de Córcega.

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