Hyppolite
(1970: 67) señala que la idea del derecho natural profano se manifestó en el
siglo XVIII bajo dos formas principales: primera, como atenuante de la
concepción absolutista del poder, al hacer del déspota un servidor del Estado;
segunda, conducirlo a tomar conciencia de sus deberes hacia los sujetos, ya sea
para fundar el Estado sobre la soberanía popular al reivindicar los derechos de
los sujetos. Esta segunda concepción individualista, nos dice Hyppolite, fue la
que triunfó en Inglaterra bajo la tradición calvinista y en Francia como
referente de la Revolución Francesa. Una cuestión sumamente importante en el
análisis de las teorías contractuales es la pregunta en torno al fundamento
racional del poder político, al pacto que los hombres, movidos en parte por la
razón y en parte por la pasión, constituye el poder político como un esfuerzo
por salir de aquel estado de naturaleza, de inseguridad y conflicto en el que
no se puede apelar a una autoridad para la solución de conflictos. El Estado
aparece como un artificio racional, como una construcción política racional que
no obstante se encuentra sometido a las vicisitudes de la historia, a la
decadencia y a la destrucción, insertando con ello una reflexión en torno a la
historicidad de las formas del poder político. Después de haber reflexionado
sobre las teorías contractualistas de Hobbes y Locke, finalmente analizamos en
Escritos y narrativas el pensamiento de Rousseau, ante todo su concepción del
Estado de naturaleza no entendido como una artificialidad, sino como un estado
que ha sido corrompido por la sociedad y la civilización, al tiempo que
idealiza al hombre natural, y postula una idea de contrato social que conlleva
a un republicanismo de corte conservador, así como a una visión holista y
antiliberal de lo social.
La teoría contractualista de Jean-Jacques Rousseau.
3. 1. Estado de naturaleza
Rousseau
parte de la igualdad natural del hombre, la cual se pierde y corrompe cuando
éste constituye la sociedad civil: “El
hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado” (1998: 26). Rousseau
(1998: 231) concibe dos clases de desigualdad: la desigualdad natural o física,
establecida por la naturaleza y que se relaciona con las desigualdades físicas
y espirituales; y la desigualdad moral o
política, que se establece a través de una convención entre los hombres.
Rousseau niega que sea conveniente buscar una vinculación especial entre ambos
tipos de desigualdad: esta pregunta conllevaría a cuestionar si quiénes mandan
valen más que quienes obedecen, debate propio más que de ciudadanos libres, de
esclavos. El estado de naturaleza no es un estado de desigualdad absoluta, en
donde el hombre vive en la sencillez y uniformidad, para Rousseau, las
diferencias que distinguen a los hombres, consideradas como naturales, son
producto de las convenciones y hábitos sociales: la desigualdad natural aumenta
en la especie humana por la desigualdad de institución (1998: 273).
Para
Rousseau (1998: 232), los filósofos que se habían remontado al estado de
naturaleza para examinar los fundamentos de la sociedad, fueron incapaces de
llegar hasta él. Para Rousseau, estos filósofos, al definir al estado de
naturaleza como un estado donde dominan las pasiones y la opresión,
transfirieron ideas propias de la sociedad a este estado: caracterizaban al
hombre salvaje con las características del hombre civil. El hombre en estado de
naturaleza, el hombre salvaje, posee un vigor y virilidad que se extinguen al
entrar a la sociedad civil. El hombre salvaje es solitario, huraño, errante,
sin lenguaje ni industria, sin guerra y sin vínculos, con sentidos muy
desarrollados. No obstante, el hombre salvaje no es una bestia, es un agente
libre. El hombre salvaje se encuentra en un estado de perfecta ignorancia, sin
poseer curiosidad ni previsión, guiado por el instinto, entregándose “al
sentimiento único de su existencia actual”, sin proyectos que vayan más allá de
su jornada diaria, por lo tanto, carece también de sentido referir al estado de
naturaleza la propiedad. Los hombres no tenían ninguna clase de relación moral,
ni de deberes conocidos, por lo que no pueden ser llamados buenos o malos, ni
tenían vicios ni virtudes. En cambio, Rousseau ironiza la visión de los
filósofos que consideran al hombre en estado de naturaleza como capaz de
razonamientos abstractos por el que encuentran máximas de justicia y razón en
vistas a un orden general. El hombre
civilizado se vuelve débil, temeroso y afeminado. El tránsito del estado de
naturaleza al estado civil es un proceso de degeneración física y moral del
hombre. En segundo lugar, para Rousseau (1998: 234) las investigaciones en
torno al estado de naturaleza no se pueden tomar como verdades históricas, sino sólo por razonamientos hipotéticos y
condicionales. Teológicamente, el estado de naturaleza difícilmente pudo haber
existido, considera Rousseau, ya que el hombre “por haber recibido
inmediatamente de Dios las luces y los preceptos, no se hallaba en ese estado”.
Rousseau
niega la tesis de Hobbes que el hombre en el estado de naturaleza, por no tener
ninguna idea de la bondad, es naturalmente malvado, que es vicioso porque no conoce la virtud. El hombre
salvaje de Rousseau no puede ser malvado ni abusar de sus facultades, la calma
de las pasiones y la ignorancia del vicio le impiden obrar mal, más que la
razón y la ley, siendo incorrecta la visión de un hombre salvaje violento y
brutal. El hombre salvaje e solitario y huraño, como no existen vínculos sociales
ni lenguaje no está sometido a un estado de guerra, sino al dictado de pasiones
moderadas y un estado de autosuficiencia. Por otro lado, para Rousseau, Hobbes
no se ha percatado de otro principio que posee el hombre natural: la piedad o
repugnancia innata de ver sufrir a sus semejantes. Este principio suaviza la
ferocidad de su amor propio o el deseo de conservarse. La piedad es un
sentimiento anterior a la razón, una virtud universal y que concurre a la
conservación mutua de la especie humana. Para Rousseau, la piedad es fuente de
una bondad natural cuya máxima sería
“haz tu bien con el menor mal posible
para otro”. El hombre salvaje de Rousseau es más huraño que malvado, más
atento a protegerse del mal que a cometerlo, su soledad imposibilita el surgimiento
del orgullo y la vanidad; carece de una idea de verdadera justicia al no
conocer las relaciones de propiedad. Sus pasiones son moderadas puesto que
están determinadas por un temperamento natural al que el hombre salvaje sigue
pacíficamente. El ardor de las pasiones sólo puede ser producto de la vida en
sociedad.
Rousseau
argumenta que el estado de naturaleza, siendo aquel en que el cuidado de
nuestra conservación es menos perjudicial para la del prójimo, es el estado más
apto para la paz, el más conveniente para el género humano (1998: 261). Para
Rousseau, Hobbes considera lo contrario porque ha introducido en el estado de
naturaleza pasiones que son obra de la sociedad y que han hecho necesarias las
leyes. Rousseau (1998: 223) expone la idea de que los modernos no reconocen
bajo el nombre de ley más que una regla prescrita a un ser moral, inteligente y
libre, por lo que la competencia de la ley natural concierne sólo al hombre.
Rousseau critica a los filósofos que han examinado la ley de la naturaleza, ya
que en su mayor parte se contradicen entre sí, y por otro lado, suponen como condición necesaria para su
comprensión, un determinado grado de razonamiento. Las leyes de la naturaleza,
estarían deducidas de conocimientos que los hombres no poseen naturalmente,
aquellas ideas sólo puede concebirlas ex
post, una vez que ha salido del estado de naturaleza. En última instancia,
Rousseau critica a las teorizaciones sobre la ley natural como un ejercicio
hipotético y especulativo que en última instancia, carece de sentido en tanto
en cuanto no se conozca al hombre natural (1998: 224). Para Rousseau (1998:
224) todas las reglas del derecho natural
derivan de la combinación de dos principios anteriores a la razón: el primero, la búsqueda del bienestar propio
y la autoconservación; el segundo, la repugnancia natural a ver perecer o
sufrir a cualquier ser sensible, principalmente a nuestros semejantes. En suma,
para Rousseau, el estado de naturaleza no es un estado de Guerra, el hombre
salvaje, solitario, huraño, errante y con capacidad de sentir piedad se aleja
de la visión del mismo como un ser brutal y violento. El hombre natural es un
ser autosuficiente, que no depende de otros hombres para satisfacer sus
necesidades naturales, por lo tanto, la servidumbre y el poder de unos sobre
otros no puede existir en aquel estado natural donde no existen los vínculos
sociales ni el lenguaje ni la industria, de modo que para Rousseau, la ley del
más fuerte carece de sentido en el estado natural.
Rousseau
argumenta en El contrato social que
el orden social no es producto de la naturaleza sino de las convenciones. El
orden social, como poder legítimo, no se presenta como mera fuerza, como pura
violencia sobre los hombres, sino que esta fuerza debe transformarse en derecho
para que obediencia no sea una necesidad sino un deber. En este sentido
Rousseau distingue entre someter a una
multitud y regir una sociedad. El
contrato social aparece como la
solución a la cuestión de cómo encontrar una asociación que defienda y proteja
a la persona y bienes de cada asociado, el cuál uniéndose en común con todos,
no obedece no obstante más que así mismo. En el pacto social, cada asociado se
enajena totalmente a toda la comunidad, por tanto, al darse a todos el asociado
no se da a nadie, por lo que se gana todo lo que se pierde y se conserva lo que
se tiene. Rousseau sintetiza al pacto social en el siguiente pasaje: “Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y
nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del
todo” (1998: 39). El pacto social aparece en Rousseau como un acto de asociación, en el que se crea
una voluntad general como un yo común, como unidad en sentido holista,
recibiendo el nombre de república o cuerpo político. La voluntad general está definida más que por
el número de ciudadanos que comprende, como por el interés común que los une. Los
ciudadanos actúan siempre como miembros de aquel todo, de la voluntad general
constituida, que por estar formada por ellos mismos no tiene ni puede tener un
interés contrario al suyo. El fin del Estado como expresión de la voluntad
general es el bien común, entendido como el común denominador del conjunto de
los intereses sociales, el cual constituye el vínculo social. Por otro lado,
Rousseau postula que la soberanía es indivisible, la voluntad es general o no
lo es, puesto que es la voluntad del cuerpo político la que puede
instituir la ley a través de un acto
soberano. Para Rousseau, son los políticos los que al no poder dividir a la
soberanía en su principio, la dividen en su objeto: la dividen en fuerza y
voluntad, en poder legislativo y poder ejecutivo, con lo que transforman al
soberano en “un ser fantástico y formado
de piezas añadidas”.
No
obstante, Rousseau considera la posibilidad de que cada ciudadano pueda tener
una voluntad particular diferente de la voluntad general, ya que la primera
tiende por naturaleza a las preferencias y la segunda a la igualdad. De tal
modo, es necesario que la primera obedezca a la voluntad general, pudiendo el
cuerpo político obligarle a ello: “lo
cual no significa sino que se le forzará a ser libre”. La libertad que
garantiza la independencia personal aparece como la condición de la maquinaría
política, la que hace legítimos los compromisos civiles y los distingue del
estado de abuso y tiranía. En un siguiente paso, Rousseau distingue entre la voluntad de todos y la voluntad
general. La primera mira al interés privado, como suma de los intereses
particulares; la segunda mira al interés común. El pueblo puede ser corrompido
y conducido al predominio de la búsqueda de sus preferencias individuales
cuando se forman asociaciones parciales que generan intrigas, por lo que para Rousseau
no deben predominar las sociedades parciales en el Estado, siendo que en las
deliberaciones públicas cada ciudadano sólo opine por sí mismo.
El
tránsito del estado de naturaleza al estado civil sustituye en el hombre el instinto por la justicia, revistiendo a sus acciones con un carácter moral. La
visión de este tránsito, entra en una contradicción más que evidente con las consideraciones
de Rousseau en otros escritos, en torno a la sociedad civil y al hombre
civilizado: al entrar en sociedad civil el hombre se priva de muchos ventajas
del estado natural, no obstante, gana otras grandes: “sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus ideas se amplían, sus
sentimientos se ennoblecen” (1998: 43). El tránsito de un estado a otro
hace posible que aquel animal “estúpido y
limitado” se convierta en un “ser
inteligente y un hombre”. En el contrato social el hombre renuncia a su
libertad natural y a su derecho ilimitado a todo lo que desea, ganando libertad
civil y propiedad de lo que posee. En el estado civil el hombre adquiere
libertad moral, considerada por Rousseau como la única que puede hacer al
hombre dueño de sí mismo: “porque el
impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se
ha prescrito es libertad”. En el estado civil la igualdad natural es
sustituida por una igualdad moral y legítima de lo que la naturaleza pone en
desigualdad física y espiritual, de modo que todos se vuelven iguales por
convención y derecho. Por otro lado, Rousseau llega a considerar que la
situación producida por el contrato social es preferible a lo que antes era,
siendo que en lugar de entenderse sólo como una enajenación de derechos y
libertades: “no han hecho sino un cambio
ventajoso de una manera de ser incierta y precaria por otra mejor y más segura”
(1998: 57). El estado de violencia, incertidumbre y precariedad se abandona por
un estado de seguridad, por la protección y defensa del Estado hacia cada
ciudadano: “El contrato social tiene por
fin la conservación de los contratantes” (1998: 59). En este sentido, el
ciudadano que viola el contrato social se coloca en estado de guerra con el
Estado, pudiendo ser expulsado de la comunidad o eliminado físicamente al ser considerado
como enemigo público.[1]
En
el Discurso sobre el origen de la
desigualdad la propiedad aparece como el fundamento de la constitución de
la sociedad civil. La aparición de lo social a partir del incremento de las
relaciones entre los hombres, el surgimiento de la propiedad, hacen surgir el
lenguaje y vínculos sociales permanentes. El surgimiento de la propiedad
determina el surgimiento a su vez de una idea de justicia, que no puede existir
sin la primera, y en este argumento Rousseau sigue a Locke. Este proceso va
emparejado al surgimiento de la vanidad, el orgullo, la dominación y los vicios.[2] El surgimiento de la
propiedad determina el surgimiento de la competencia y la rivalidad, de la
oposición de intereses. La propiedad convierte a los hombres en lobos, en seres
avaros, ambiciosos y malvados: el estado de guerra nace entre los hombres que
han perdido su condición natural. La visión del surgimiento del gobierno civil
en Rousseau es una consecuencia de esta visión del hombre desnaturalizado en función
del surgimiento de la propiedad. Son los poseedores quienes instituyen leyes e
instituciones para salir de aquel estado de guerra e inseguridad, utilizando un
discurso a favor de los débiles y de la concordia, cuando en realidad fue
motivado por intereses egoístas. De tal modo, para Rousseau (1998b: 294) los
hombres fáciles de seducir “corrieron al encuentro con sus cadenas, creyendo
asegurar su libertad”. La sociedad y las leyes destruyen la libertad natural,
hace más fuertes a los ricos y poderosos y perpetúa la desigualdad.
Rousseau
(1998b: 299) considera que en un principio los gobiernos carecieron de una
forma constante y regular, la sociedad política consistió en un principio en
convenciones generales que los particulares se comprometían a observar en vista
a la defensa de su libertad, lo que constituye para Rousseau la máxima de todo
el derecho político. Rousseau sigue a Locke en la consideración de que la
autoridad política no deriva de la autoridad paternal, aunque la familia sea el
primer modelo de las sociedades políticas. Para Rousseau, el poder paterno
extrae su fuerza de la sociedad civil, ya que en el estado de naturaleza los
hijos, una vez constituidos como seres independientes, no le deben obediencia
al padre sino sólo respeto. Contra la visión de Pufendorf, Rousseau considera
que no se puede transferir mediante convenciones y contratos la libertad y la
vida, a los que considera como dones
esenciales de la naturaleza. Si el hombre renuncia a su libertad, renuncia
a su cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad (1998: 32). Rousseau
(1998b: 303) evita examinar la naturaleza del pacto fundamental de todo
gobierno, no obstante, considera el establecimiento del cuerpo político como un
contrato entre el pueblo y los jefes que escoge, por el cual se obligan
mutuamente a observar las leyes. El pueblo reúne todas sus voluntades en una sola, los artículos sobre los cuales
esa voluntad se expresa, se convierten en leyes fundamentales que obligan a
todos los miembros del Estado sin excepción. Los magistrados, cuya elección y
poder es regulado por aquellas leyes, tiene la obligación de usar el poder
según la intensión de aquella voluntad
general, prefiriendo siempre la utilidad pública a su propio interés.
Rousseau considera que las diversas formas de gobierno tienen su origen en las
diferencias que se encontraron entre los particulares en el momento de la
institución: monarquía, aristocracia y democracia.
De
acuerdo con Rousseau, el cuerpo político constituido como soberano, no puede
instituir una ley que no pueda infringir, no puede haber una ley fundamental
obligatoria para el cuerpo del pueblo, incluso Rousseau niega que el contrato
social pueda serlo. El contrato social instituye un poder absoluto sobre todos los miembros del cuerpo político, este
poder es dirigido por la voluntad general. No obstante, el poder absoluto del
soberano no aparece como un poder
arbitrario, ya que los deberes del ciudadano para con el Estado siempre se
encuentran en función del bien común, es decir, de su propio bien, incluso
respecto al derecho del soberano de decidir sobre la vida y la muerte, siempre
decidida por el soberano en razón del bien común.[3] Los límites del poder soberano
se encuentran en que esté no puede pasar los límites de la convenciones
sociales ni constituirse como un poder arbitrario. Por otro lado, el soberano
no puede derogar este acto primitivo,
es decir el pacto social, no puede enajenarse ni ser representado más que por
sí mismo. Cuando el pacto social es violado, el asociado tiene derecho a
retornar a sus primeros derechos y a recuperar su libertad natural, perdiendo
así la libertad convencional (1998a:
39).
La
legislación es la que da movimiento y
voluntad al cuerpo político. Rousseau reconoce que existe una perfecta
justicia y legislación divina, que no obstante nos es inaccesible. Para
Rousseau la justicia debe de ser recíproca y en esto coincide con Hobbes: las
leyes de la justicia cuando carecen de sanción hacen bien al malvado y mal al
justo, que es el único que las observa. Son necesarias leyes y convenciones
para unir los derechos a los deberes, nos dice Rousseau. En el Estado civil,
los derechos están determinados por la ley, que es constituida cuando por el
pueblo bajo un punto de vista de la totalidad social, sin una división del todo
ni en consideración a intereses particulares, por lo que el objeto de la ley
siempre es general. La ley, nos dice Rousseau, se reduce a dos objetos
principales: la libertad y la igualdad.[4] El legislador aparece como
un hombre extraordinario en el Estado, no expresando en su función ni la
magistratura ni la soberanía. El redactor de
las leyes debe carecer del derecho legislativo, puesto que este derecho
pertenece al pueblo y es intransferible, por tanto, para Rousseau la tarea del
legislador se encuentra en la paradoja de llevar a cabo una función que se
encuentra por encima de la fuerza humana al mismo tiempo que posee una
autoridad que no es nada. En este
pasaje, el legislador aparece como incapaz de emplear la fuerza o el
razonamiento para convencer a los hombres, teniendo necesidad de recurrir a la
autoridad divina en un momento determinado para arrastrar “sin violencia y persuadir sin convencer” (1998: 66). En
primera instancia, el legislador debe examinar las costumbres y opiniones
arraigadas en el pueblo, las cuales se encuentran grabadas en los corazones de
los ciudadanos y que “forman la verdadera
constitución del Estado” (1998:79), para conocer si éste es apto para las
buenas leyes, ya que los pueblos, nos dice Rousseau, son como los hombres,
dóciles en su juventud e incorregibles en su vejez. El pueblo apto para la
legislación es aquel que no posee ni costumbres ni supersticiones arraigadas,
aquel que es autosuficiente y que se encuentra en la consistencia de un pueblo
antiguo con la doctrina de uno nuevo.[5] De los pasajes anteriores,
Rousseau deriva algunas tesis fundamentales: las leyes son actos de la voluntad
general; el soberano no puede estar por encima de la ley, en tanto el mismo es
miembro del Estado; la ley no puede ser injusta, puesto que nadie es injusto
hacia sí mismo; libertad y sometimiento a la ley se compaginan, ya que la ley
es el registro de la propia voluntad; las decisiones del soberano sobre casos
particulares no constituyen leyes sino decretos, son actos de magistratura no
de soberanía. Ahora bien, en función de la argumentación anterior Rousseau
llama republicano al Estado regido por las leyes, bajo la forma de administración que sea. En un Estado republicano
gobierna la ley, es decir, el interés público. Por tanto, Rousseau afirma que
todo gobierno legítimo es republicano.
El
gobierno es, de acuerdo con Rousseau, un cuerpo intermediario establecido entre
los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, que tiene como
función central la ejecución de las leyes y el mantenimiento de la libertad. El
poder ejecutivo no pertenece al pueblo en tanto soberano, puesto que es un
poder que consiste en actos particulares que no pertenecen al ámbito de la ley.
Rousseau (1998a: 62) considera que no es válida la pretensión de que el
sometimiento del pueblo a los jefes se fundamenta en un contrato, puesto que
los gobernantes ejercen una comisión,
como simples oficiales del soberano y no su amo, que él puede modificar,
limitar y recuperar cuando lo considere necesario. No obstante, para Rousseau
el gobierno o poder ejecutivo tiene la función de asegurar la unidad de la
voluntad general a través de la fuerza represiva, por lo que un gobierno debe ser
relativamente fuerte a medida que el pueblo sea más numeroso, y paralelamente,
para evitar un abuso del poder por parte de éste, el soberano debe poseer
también la fuerza para contener al gobierno. Respecto a las formas de gobierno,
Rousseau rechaza a la democracia, puesto que considera que no es bueno que
quien hace las leyes las ejecute, ni que el soberano desvíe su atención de lo
general para fijarla en objetos particulares. Rousseau (1998a: 72) afirma que
nunca ha existido una verdadera democracia y no existirá jamás, ya que por una
lado va contra el orden natural que la mayoría gobierne a la minoría y, por
otro, el pueblo no puede permanecer constantemente reunido para deliberar los
asuntos públicos. Rousseau condena a la democracia por ser un gobierno que
tiende a la guerra civil y las agitaciones intestinas, tiende constantemente a
cambiar de forma y exige más “vigilancia y valor” para ser mantenido en la
suya.
Rousseau
(1998a: 90) señala que el equilibrio entre la fuerza del poder soberano y el
gobierno o príncipe termina en un momento dado por quebrarse, de tal modo que
ocurre que el príncipe oprime por fin al soberano y rompe el trato social.
Rousseau considera que este es un vicio inherente e inevitable que el cuerpo
político posee desde su nacimiento, y que tiende sin tregua a destruirlo, de
igual forma que la vejez y la enfermedad destruyen el cuerpo del hombre. La
degeneración del gobierno se produce por dos vías: la primera, cuando el
gobierno se concentra, es decir, cuando se transita de la democracia a la
aristocracia y de la aristocracia a la monarquía; la segunda, cuando el Estado
se disuelve, cuando el príncipe no administra al Estado de acuerdo con las
leyes y cuando usurpa el poder soberano. Para Rousseau, este proceso es
inevitable, dado que ningún Estado puede aspirar a la eternidad, no obstante,
la vida del Estado puede prolongarse si el poder legislativo establece la mejor
constitución posible. Por otro lado, el Estado también está cerca de su ruina
cuando el servicio público deja de ser el interés principal de los ciudadanos,
cuando los asuntos privados dominan sobre los públicos, cuando los ciudadanos
no muestran interés por lo público, el Estado está perdido. Finalmente,
Rousseau establece que en el Estado no existe ninguna ley fundamental que no se
pueda revocar, ni siquiera el pacto social, si todos los ciudadanos se reúnen
para romper aquel pacto, puede considerarse como un acto legítimo.
En
el Discurso sobre la desigualdad, Rousseau
identifica en la institución del poder político una determinada progresión
hacia la desigualdad: primero, el establecimiento de la ley y la propiedad, en
esta época el estado de rico y pobre es autorizado; segundo, la institución de
la magistratura, donde se autoriza la distinción entre poderoso y débil;
tercero, cambio de poder legítimo en poder arbitrario, donde se establece el
amo y el esclavo. De este estado, Rousseau contempla que una revolución pueda
disolver por completo el gobierno o lo acerque a la institución legítima. Esta
progresión hacia la desigualdad y arbitrariedad es considerada por Rousseau
como necesaria, ya que “los vicios que
vuelven necesarias las instituciones sociales son los mismos que vuelven
inevitable el abuso”. En el gobierno civil, una vez instaurada la
desigualdad, los hombres necesariamente entran en competencia y conflicto,
nacido de un “deseo universal de
reputación, de honores y de preferencias que nos devoran a todos” (1998b:
311). La desigualdad conduce al desorden, donde progresivamente el despotismo
se instaura sobre las ruinas de la república, destruyendo las leyes y los jefes
legítimos para constituir una tiranía. El tirano no tiene más ley que sus
pasiones, nos dice Rousseau, y es aquí donde los hombres vuelven a ser iguales
porque no son ya nada. En este estado extremo de tiranía, las nociones del bien
y los principios de justicia se desvanecen, imperando la ley del más fuerte,
por lo que se llega a un nuevo estado de naturaleza pero en función de una
extrema corrupción, que lo distingue del estado
de naturaleza puro del que había partido Rousseau.
En
el pensamiento de Rousseau encontramos una visión del Estado de naturaleza en
la que es entendido no como una artificialidad, sino como un estado que ha sido
corrompido por la sociedad civil, identificando lo natural con lo verdadero, lo
cual nos enlaza con la crítica mordaz de Rousseau a la civilización, una
crítica expuesta en toda sus dimensiones, más en el Discurso sobre las ciencias y las artes que en El contrato social, donde la civilización, la ciencia y el progreso
aparecen no como factores que han mejorado al hombre, sino que lo han
empeorado. El ideal de Rousseau no es el ciudadano que vive inmerso en la sociedad
civil y el Estado moderno, sino el hombre natural, el buen salvaje autosuficiente, que vive con una independencia
absoluta, sin razón ni lenguaje, por tanto, sin codicia ni bajas pasiones
propias del mundo civilizado. Ahora bien, en El contrato social se configura un republicanismo conservador,
donde se postula la unidad del todo y una inmovilidad de las leyes, así como
una práctica de la virtud y una indistinción entre lo público y lo privado, con
lo que hay un paso del individualismo al holismo. El pacto social con Rousseau
comporta la sujeción de los hombres al cuerpo colectivo, a la voluntad general,
es decir, a las leyes y no a una determinada persona. El individuo, al llevar a
cabo el pacto social, se somete a todos, por lo tanto, a nadie. Asimismo, la
concepción de la soberanía en Rousseau es la de un poder ilimitado, la voluntad
general es antipluralista y su resultado es antiliberal.
Referencias bibliográficas
Hyppolite,
Jean (1970): Introducción a la filosofía de la historia
de Hegel. Buenos Aires: Caldén.
Rousseau,
Jean-Jacques (1998a):
Del contrato social o Principios del
derecho político, en “Del contrato social. Discurso sobre las ciencias y
las artes. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres”. Madrid: Alianza Editorial, pp. 23-165.
— (1998b): Discurso sobre el origen y
los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, en “Del contrato
social. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres”. Madrid: Alianza Editorial,
pp. 203-316.
[1]
Es importante el señalamiento de Mauro Armiño en nota a pié de página, esta
visión se contradice con el capítulo IV del Libro I del Contrato social, donde
el Estado de guerra no es considerado en un sentido privado. El enemigo es
entendido en el conflicto entre colectividades, en la relación entre Estado y
Estado. Ahora bien, es interesante la comparación de este pasaje con El concepto de lo político de Carl
Schmitt, donde éste afirma que el enemigo sólo es el enemigo público (öffentliche
Feind), y la decisión sobre esta relación está reservada al Estado. Enemigo
es un conjunto de hombres que combate (kämpfende Gesamtheit von Menschen),
sobre una posibilidad real, virtualmente, y que se contrapone a otro agrupamiento humano: “Feind ist hostis, nicht inimicus im weiteren Sinne” -El enemigo es el hostis, no el inimicus en sentido amplio- (Schmitt, 1932: 16). Para Schmitt, la
decisión sobre la determinación del enemigo, siempre corresponde al Estado.
[2]
Kant parece seguir la crítica de
Rousseau al estado civilizado moderno y la apariencia
de bienestar externo, no obstante, concibe las calamidades propias de este
período como una etapa propia a remontar por la humanidad en el desarrollo de
sus disposiciones naturales: “de modo que
Rousseau no andaba tan desencaminado al encontrar preferible ese estado de los
salvajes, siempre y cuando no se tenga en cuenta esta última etapa que todavía
le queda por remontar a nuestra especie. Gracias al arte y la ciencia somos
extraordinariamente «cultos» (comillas
de Kant). Estamos civilizados hasta la
exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos
modales. Pero para considerarnos «moralizados» queda todavía mucho” (Kant,
2004: 111).
[3]
Más adelante, Rousseau (1998: 59) niega un carácter pedagógico de la pena de
muerte:”No se tiene derecho a hacer morir,
ni siquiera como ejemplo”. La pena de
muerte parece tener más bien un carácter funcional para la comunidad: destruir
a quien no se puede conservar sin peligro. En otro sentido, este castigo
aparece como un caso extremo, para Rousseau, en un Estado bien gobernado hay
pocos castigos.
[4]
Por igualdad Rousseau entiende en el Contrato
social, no la identidad en poder y riqueza, sino en cuanto al poder, que
este sea ejercido siempre bajo el imperio de la ley, y respecto a la riqueza
que no exista una gran desigualdad social en la que “ningún ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y
ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse” (1998: 76).
[5]
Para Rousseau (1998: 75) el único país capaz de legislación en Europa era la
isla de Córcega.
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